sábado, 1 de diciembre de 2007

CINE NACIONAL CON POLICÍAS

,apropósito del estreno de EL AURA de Fabián Bielinsky

Me myself

Un exotismo al que las circunstancias moderan, en torno a los peligros en que se advierten expuestos aquellos que acechan una confianza momentáneamente interrumpida en la conducta de algunos de los personajes que ahora intentan huir de la sospecha; infidencias ensoberbecedoras en las entrelíneas que constituyen los adelantos y retribuciones provenientes de la certeza de sí de la inocencia, y a veces socavadas por la mordaza amenazadora de la muerte; cosas que prevalecen más allá de la imaginación de quienes pretenden reponer la habilidad del asesino en los lugares en que por naturaleza solamente es el escritor el único que dispone.

En el Río de la Plata, el delito puede ser el deseo de abandonar una soltería persistente cuando en realidad se es víctima de la ambición de una muchacha del pueblo; también convertirse en dramaturgo afamado o recibir correspondencia en el seno de una casa de pensión decadente puede suscitar indagaciones aprensivas; son estas casas de pensión el ámbito en el que se registran la mayoría de los hechos delictuosos en el país fílmico hacia mediados del siglo XX y constituyen dos de las escena más privilegiadas por los directores cinematográficos. La figura del investigador, aquí no se da ni más ni mejor que en la literatura y mientras la figura real del personaje, el delincuente parece afluir de la frustración artística y la molicie empresarial, se sustituye ese pathos, o se lo interrumpe, con sucesivas interpelaciones entre los concurrentes del set. Recurso económico, en ese contexto las características habituales del policial holliwoodense se diluyen en las grandes productoras nacionales; la producción fílmica parece seguir las determinaciones del mercado tan sólo cuando las tramas de las narraciones se despegan del policial canónico a favor del rodaje de thrillers o melodramas policiales[1].

Mientras el policial tematiza el profesionalismo del detective que amoneda dinero a cambio de su tiempo, en el thriller, el objeto de la desviación admite al dinero como una de sus posibilidades, pero también la conducta violenta llega a justificarse en el mero sadismo y entonces la novela policial rosa se inclina a favor de un argumento más psicológico. En nuestro cine pueden darse los casos del marido extremadamente celoso, el del canalla ambicioso, o cualquier otro de los traumas con los que la conducta perversa comienza a unificar criterios con la agenda común de cualquier consultorio psiquiátrico; al mismo tiempo la psicología de la desviación representa la oportunidad de individualizarse de las productoras nacionales.

Nueve Reinas (2000), donde Fabián Bielinsky se aprovecha de la idiosincrasia porteña para entramar la historia ladina de un robo, a la manera de Renán, Dezanso o Aristaráin, las particularidades locales se articulan como el relato caótico en el cual se aclama por el emblema de una causa. En la ópera prima de Bielinsky el primer plan no llega a concretarse por una debacle bancaria que deja a Marcos en la calle y rodeado de una muchedumbre alterada; allí llega a sugerirse el alcance con que la marginalidad entronca en el poder político cuando absolutamente todo se trata de un ajuste de cuentas familiar. No sólo la policía ya no puede representarse mediante la inutilidad del inspector, —porque a partir del relato negro, el agente de la autoridad es el lugar por donde se da entrada a una delación, al juego clandestino, y en Nueve Reinas como en ninguna otra historia, el robo al ladrón no es lo mismo que la traición —sino que la mediación que se plantea como transfiguración de expiaciones —cuyo primer movimiento corre por cuenta de Marcos, ladrón de la herencia familiar; la oportunidad de objetivar los límites en que poder y marginalidad se vuelven borrosos se pierde para Bielinsky cuando en su nueva película plantea un enigma atravesado por la enfermedad y la convalecencia, más allá de todo particularismo psicológico posible.

Sin embargo es poco frecuente —como todo lo que se trate de algo nacional— encontrar que un thriller desarrolle la historia de un personaje que salga de la legalidad para experimentar marginalidad y que las condiciones de su regreso no impliquen únicamente la traición sino salvar su propio pellejo; que experimente la ilegalidad como reglas de juego no es lo peculiar rioplatense, sino que en ese juego, elegir poner a salvo la vida —suya y de los rehenes del asalto— sea igual a restablecer el alcance de su osadía.

Los filmes consultados fueron:

Daniel Tynaire (1948), Pasaporte a Río.

Carlos Hugo Christensen (1948), La muerte camina en la lluvia.



[1] El melodrama policial encarna puramente los avatares del delito aislado, porque la figura principal parece desplazarse al rol del delincuente. Como si fuera el Paradise Lost de Milton en donde toda la atención se focaliza en los planes de Nosferatu, el thriller policial sigue paso a paso la manofactura del crimen.